Shakespeare y los osos

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La semana pasada retomé mis clases del Magíster que había tenido que congelar por un semestre. Estaba muy emocionada de volver a clases y aprender. “Dominga, es momento de dejar de investigar tonteras y datos freaks, vuelve a los artículos académicos y a cosas serias”, me dije

.

Así que comencé la tarea de leer los textos para mi ramo sobre Shakespeare. “¡Genial! Mi próximo artículo de Somos la Historia será de un tema elevado y menos farandulero que los demás”. No podía estar más equivocada.

Es que no sé qué me pasó, pero leyendo sobre el teatro en la Época Isabelina (1558-1625, Inglaterra), leí que el teatro era una de las principales entretenciones de la época, junto con el bear baiting. Ahí ya me desvié de Shakespeare, porque me puse a buscar qué era el bear baiting y lo que descubrí fue tan impresionante que no pude evitar compartirlo.

Así es la cosa: este artículo no se trata de Shakespeare, sino de algo mucho más sanguinario y horroroso.

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El bear baiting (u “hostigamiento de osos”, en español), era una de las atracciones más populares y que generaban más dinero en la Inglaterra isabelina. Consistía en amarrar a un oso en una arena parecida al rodeo o arena tipo gladiador para que luchara contra perros. Sí. Así de espantoso.

De más está decir que este espectáculo dejaba varios animales muertos, muchos heridos y chorros de sangre desparramada, y que era un negocio muy lucrativo (además de caro, había que importar los osos desde el continente). Había apuestas, burdeles, bares y congregaba a un público enorme, que no discriminaba ni por sexo ni por grupo social. De hecho, se dice que la misma reina Isabel I era una aficionada al bear baiting, y que en una ocasión habría organizado una exhibición para el embajador francés.

Junto con este espectáculo se desarrollaban otros de igual crueldad: el bull baiting (lo mismo, pero con un toro en vez de un oso), peleas de gallos y peleas entre perros y chimpancés o leones.

Pongámonos en el lugar de alguien de la época. Un inglés común y corriente -llamémoslo John Page- habría cerrado su negocio en la tarde (una zapatería, quizás) y habría cruzado el río por el London Bridge. Atravesaría algunas calles con bares y burdeles (“Hoy no, Rosamund querida, voy al bear baiting), se habría detenido a beber una cerveza y se dirigiría al Bear Gardens. John apostaría un poco a “Blind Bess” (¡la semana pasada ese oso ganó todas las peleas! Dicen que Bill Taylor ganó todas sus apuestas… aunque ahora se ve que lo está gastando todo en las peleas de gallos), y cuando el oso ya hubiera despedazado a algunos perros y John ya se hubiera asqueado con el olor pegote de la sangre, se habría tomado otra cerveza más. Después de unas peleas de perros (“¡Maldición! Perdí mi apuesta. ¡Perro estúpido!”), John Page iría al Globe Theatre para el estreno de la obra de un tal Shakespeare. Reiría y lloraría con los personajes, viajaría a las profundidades de la psicología y el alma humana, se preguntaría sobre el origen de la maldad, la belleza y el amor, sentiría la fuerza del éxtasis y el dolor agónico de los personajes… para volver a disfrutar las peleas de perros y osos al día siguiente.

El ejemplo nos muestra que el público que disfrutaba estas masacres entre animales y reía con la muerte era el mismo público que horas después se emocionaba con el destino de los personajes en el Globe Theatre. ¡Plop!

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Si bien el bear baiting fue prohibido brevemente entre 1656 y 1662, siguió existiendo legalmente en Inglaterra hasta el siglo XIX. Incluso hoy en día persisten elementos que nos llevan a ese momento de horror en medio del Renacimiento Inglés: en Londres sigue existiendo la calle Bear Gardens en donde se encontraba una de las principales arenas de bear baiting, y el perro bulldog mantiene su nombre que recuerda su pasado de peleas contra los toros.

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